No he hecho
el intento de irme a la cama a soñar con los angelitos porque de antemano sé
que no podré dormir. Así que me he quedado en vela más tiempo de lo normal a
pesar de tener que madrugar mañana. Tampoco es profundo tratar de escribir unas
líneas con algún sentido mientras de fondo, en la tele, los grandes hermanos se
están tirando de los pelos, pero no quería dejar de marcar este día en mi nuevo
calendario, aunque no diga nada.
No sabía que
gestionar las cosas buenas que te pasan en la vida fuera tan difícil. Me he
hecho a mí misma desde que era una niña, siempre protegiéndome de los golpes y
fortaleciéndome ante la incertidumbre. Estoy acostumbrada a capear,
sortear, pelear y, aunque no pocas veces he ganado, también he perdido en
incontables ocasiones. Por eso, tal vez esté más acostumbrada a rehacerme,
reconstruirme y renacer. Tanto que me cuesta manejar el éxito, las buenas
noticias, la paz y, en definitiva, todo aquello que ansiamos tener para llevar
una vida equilibrada, sin tensiones de ningún tipo, sin contratiempos ni
sobresaltos.
Y tal vez,
por paradójico que parezca, me resulta complicado llevar la vida ordenada que
siempre he deseado. Puede que el propio equilibrio me desequilibre, no sé si
porque no ha sido la tónica habitual en mi vida o porque vengo con la tara de
la contradicción, de necesitar enredarme yo sola y buscar entrar constantemente
en espiral para salir de él por mis propios medios y así, hacerme más fuerte. No
es que eche de menos mis laberintos sin salida, quizás lo que eche en falta sea
sentir mi poder para levantarme una y otra vez, para empezar de cero y saber
que puedo creer en mí, que, a pesar de toda la mierda que pueda comerme,
siempre salgo adelante.